La Técnica del Desprecio
Malraux tuvo razón una vez más, al intitular su último libro El Tiempo del desprecio. Antes de ser heroica, nuestra época, ante todo, un “tiempo de desprecio”. De hecho, el heroísmo hace buen menester con el desprecio. Tanto una como otra son actitudes aristocráticas, expresando una gran soledad y una tensión moral exasperada. ¿Qué hacer contra los imbéciles sino despreciarlos? ¿Qué hacer todavía contra las fuerzas idiotizadas, si no es combatirlas sin tener oportunidad, es decir, sin salir victorioso- solo, heroico, aristocrático?
La confusión ridícula de los tiempos modernos hizo de la aristocracia una plaga social. Se confundió la noción de aristocracia- indispensable a toda civilización y a todo humanismo- y la clase social de los aristócratas, desde hace mucho tiempo, descompuesta por los vicios y paralizada por su propia esterilidad. Evidentemente, sólo los victoriosos y los arribistas pueden todavía situar cualquier esperanza en esta aristocracia de la sangre, de la espada y del oro. Pero no podríamos renunciar a la noción de aristocracia so pena de humillar el humanismo y de agravar un poco más, la confusión que reina por todos lados a “los hombres”.
En el fondo, ¿no hacen todos los hombres vivientes y creadores de este siglo más que despreciar y luchar? Estos valores morales- la lucha, el desprecio-son característicos de todas las élites, de todas las aristocracias. El desprecio es la forma más humana de combate. Los animales también se pelean, sufren, odian. No odiar a un hombre, solamente despreciarlo: ésta es una manera de luchar y es, al mismo tiempo, contemplación y ascesis. Casi una purificación. Ya que uno escapa a la dominación de una de las más humillantes pasiones. Si uno no se abandona a una pasión, uno la controla, uno la esteriliza. Poder despreciar a un hombre, a una sociedad, a un clima histórico –despreciarlos serenamente, sinceramente, sin crispación, sin espíritu de venganza-, éste es un gesto moral que uno ya no encuentra más que raramente en nuestros contemporáneos. Un gesto olímpico. Y sin embargo, nos oculta la más terrible de las aventuras.
Por lo que nos hace dudar antes de escoger la vía del desprecio- que es también la misma del aislamiento, el camino más seguro hacia la soledad-, es nuestro temor de salir de la historia, de faltar a las grandes transformaciones morales, sociales y políticas de nuestra época, de permanecer solos y estériles en el centro de una condenable metamorfosis humana. Creemos que todo lo que nos pasa en la historia es significativo y que toda nueva forma de vida moral y social es un progreso. Es a partir de este instinto que nos incitamos a permanecer en nuestro tiempo, al lado de los otros, que se mueven y piensan por nosotros. De aquí nuestro temor a despreciar lo que sucede a nuestro alrededor, a despreciarlo masivamente, en bloque, sin reticencia, porque nos preguntamos si no serían los otros los que tendrían razón. Ellos, es decir los otros, los numerosos, los imbéciles, los pedantes, los hombres de las oficinas ministeriales o de la calle, contemporáneos los sucesos.
La técnica del desprecio lleva, inevitablemente, a la aventura. Se desprecia a un hombre de una tradición por un instinto que nos dice lo que sucede en la historia no es siempre significativo, que un hecho nuevo no constituye forzosamente un progreso, que el mundo no va siempre “hacia adelante”, no siempre hacia “el bienestar”, pero, muy a menudo, se conduce por medio de fuerzas oscuras, inhumanas, no creadoras. Uno desprecia, también, porque se siente heroico, porque se siente aristocrático, un combatiente, mientras que la fase final de los eventos nunca es heroica. Lo que sucede, lo que se consuma, es siempre amorfo, irracional, debido al azar.
El desprecio supone una visión antihistórica: desolidarizarse de los eventos, creer en las significaciones. Rivarol se desolidarizó de la Revolución, es decir, que él no creyó en la fuerza creadora de los eventos en la historia, y que se conformó con las significaciones morales de su tiempo. Era él quien tenía razón: él no fue timado por su actitud antihistórica. Después de la Revolución, el hombre se quedó también funesto y sin esencia como antes. Las consideraciones morales encontradas por Rivarol resguardan siempre su validez, mientras que la fanoménica
revolucionaria concluyó y se extinguió desde hace mucho tiempo (el estandarte de la Revolución de 1789 está, actualmente, deshonrado por los combatientes de otra revolución). Actitud antihistórica: actitud apocalíptica. Los eventos no hacen la historia, la historia no significa el progreso; el mundo va hacia adelante por intermitencia; puede entonces, tener un fin, un final precipitado. Esto es lo que piensan muchas personas actualmente, quizá los más inteligentes de este siglo. Entre los cuales no podemos dejar de mencionar a René Guénon en quien, entre numerosas virtudes, se concentró una formidable capacidad de despreciar, en bloque al mundo moderno. No pienso que haya existido alguien más despreciativo de su época, tan categórico, que el prodigioso René Guénon. Y jamás parece traslucirse, en su desprecio compactado, olímpico, una huella de cólera, una sospecha de irritación, una sombra de melancolía. Es un verdadero maestro. El riesgo del desprecio, “la aventura” a la cual está técnica nos lleva, no puede intimidar una estructura heroica, un hombre amante al mismo tiempo, y tan fuerte en él lo uno como lo otro: la lucha y la soledad. Retirarse del mundo, aislarse con respecto a los eventos- es decir, desolidarizarse de las esencias caducas e infernales de la sociedad-, es una vía admirable para aquellos que ignoran el demonio del combate (porque éste es ascesis), pero él es, de igual manera, amo de sí, perspectiva, espacio, contemplación.
Es sorprendente constatar la frecuencia de las palabras “contemplación” y “sentido” en la obra de Malraux. Hay en sus libros numerosos personajes que sufren porque quisieran hacerse de un criterio de contemplación seguro. Dominado por la sed de sentido de la existencia, Malraux reanima y actualiza la expresión de Montaigne: la condición humana. Resta es sed orgánica de contemplación y de soledad (sed o mejor, destino o suerte) y Malraux (estructura heroica, aristocracia) cultiva la acción. Es por eso que se volcó, fatalmente, hacia la técnica del desprecio, a pesar de que no sea, indudablemente, un antihistórico.
Comentarios
Publicar un comentario